"-Por eso sigo viéndome con Tomas. Noto, por supuesto, que tiene miedo. Él se enamoró de una mujer mayor, maternal y bondadosa, que escuchaba sus pensamientos y su música. Era tan confiado y tan leal. Y de repente... es que da casi risa: una tía lasciva, terrorífica... que se aferra a él. Quizá lo que quiere es librarse de mí, aunque no se atreve..., no se atreve a ver..., no se atreve a dejarme por más que le suplique:
¡Tomás, por favor, acaba con esto! Vete, déjame si te soy una carga. Yo no quiero destruir tu vida. Digo todo eso, pero no son más que fórmulas. Porque tampoco soy sincera con él. Porque en realidad lo que quiero es gritarle todas esas banalidades elementales: no te vayas, no me dejes, lo dejo todo, todo lo que quieras. Dejo a los niños y dejo mi vida con tal de que me aceptes y pueda estar contigo.
Ésa es la verdad. Pero tampoco es toda la verdad, porque soy ridiculamente crítica. Se dice que el amor es ciego, pero no lo es en absoluto: el amor es clarividente y sensible. Y ve y oye más de lo que quisiera ver y oír. Y yo veo que Tomas es un buen chico que tiene calor, sentimientos y alegría. Pero es un poco sentimental y a veces dice tonterías que yo finjo no oír. Y entonces pienso que cómo sería si él y yo... No iba a funcionar en absoluto... porque es un poco, un poco falso, y yo noto cuando miente. Pero no quiero abochornarle y ya está armado el teatro. A veces me pregunto..., me pregunto seguramente si
soy sincera ahora mismo. Y entonces la verdad misma se adelgaza y desaparece, no hay manera de captarla. Mamá, estoy tan desorientada. No hago más que hablar y hablar pero casi siempre estoy asustada y cansada."
Bergman, Ingmar.
Conversaciones íntimasBarcelona: Tusquets, 1998. pàg. 87-88